«Lo que ves acá, es la viva imagen de lo que es querer vivir»


El Tano, Vicente y Jesús

Granja San Miguel Arcángel – General Rodríguez, Buenos Aires

“Qué bueno, los espero”, fue el mensaje de texto de Juan. 9 de la mañana. Caja navideña cargada en el auto, mapa en mano, y un destino asegurado en el Partido de General Rodríguez: la Granja San Miguel Arcángel donde se está construyendo un lugar para que se puedan rehabilitar jóvenes con adicción a las drogas.

Después de casi una hora de viaje llegamos a la Granja, y solo vemos un chiquito de unos cuatro años que se asoma con curiosidad. Se llama Felipe, y es el hijo de Juan, el casero. Interrumpe su juego que consiste en saltar sobre un colchón inflable para decirnos que su papá está trabajando. En una cuestión de segundos, aparece Juan para venir a nuestro encuentro.

Señala al paisaje del campo y nos cuenta que los muchachos están en plena labor, y allá a varios metros se vislumbran unas pequeñas figuras. El Tano, Vicente y Jesús interrumpen la rutina, y cuando queremos acordar ya estamos yendo a la sombra para sentarnos y compartir un rato de charla. Una mala pisada y se rompe mi ojota…

El piso debajo de mis pies descalzos es artesanal. Las casitas que miramos también. E incluso las plantas que decoran el paisaje. Pero, ¿Cómo, todo eso puede considerarse “artesanal”? Sucede que todo lo que nos rodea está hecho con las propias manos de los jóvenes que habitan la Granja. Porque la estadía de los adictos que se están recuperando, también consiste en construir lo que un futuro va a ser un gran lugar para que se puedan internar los chicos de las villas que quieran dejar las drogas.

“Acá experimentamos muchas cosas que pensé que nunca íbamos a experimentar”, dice El Tano que asegura nunca haber trabajado hasta que entró a la Granja. La rutina de su día a día está marcada por una labor que les hace improvisar la tarea de arquitectos, ingenieros, diseñadores y albañiles: “Nos sentamos y nos ponemos a pensar: acá podemos hacer esto, allá lo otro… y lo hacemos”.

Silenciosamente Juan se paró y ya está a lo lejos trabajando, martillando fuerte contra una pared. Nació en Coronel Bogado, Paraguay. Vive en la Granja con su mujer Carmen y sus hijos. Es el casero y encargado. Encargado de la Granja, claro, pero también encargado de conservar el espíritu de aquellos que están luchando contra la droga. El Tano nos cuenta que al principio él no tenía ganas de hacer nada, y que le contestaba con “berretines de villa”. Pero la paciencia de Juan triunfó, y hoy los trabajos se hacen con el mayor de los esfuerzos.

Mate va, mate viene. La yerba es amarga, y El Tano ceba y se estira para darlo, acompañando el movimiento con un: “Tomá corazón”. Con ojos de melancolía, nos cuenta que el negro Ángel, un compañero que solía estar allí con él, volvió a caer en la droga. Lo recuerda con cariño, y sabe que no puede hacer nada ni ir a buscarlo: “Le pedimos a Dios que lo traiga de nuevo”, nos dice.

“Si te querés ir, negro ahí está la puerta”, expresa el Tano señalando el camino de tierra que se encuentra atrás suyo. Y nos explica, que ante las situaciones de tener ganas de largar todo, uno puede decidir irse, o agarrar una pala y gastar energía construyendo. Se percibe un aire de realización personal al escucharlos hablando de lo que se construye: “Me cagué de calor haciéndolas, pero ahí están esas dos casitas nuevas, ¿ves?”. A Jesús le dicen “Pilín”. Su timidez contrasta con la flamante extroversión del Tano que sigue cebando mate mientras habla sin parar. Pilín no sabe porqué tiene ese apodo, pero antes en el Bajo Flores, donde nació, le decían “El Mostro” por su pelo largo y barba. Ahora cuesta imaginárselo así, y en seguida el Tano acota: “Por suerte llegó Silvana que le hizo cortar el pelo, afeitar…”. Silvana es su pareja que tiene seis hijos que son de otro padre, pero Jesús asegura que los quiere con el corazón.

Llegó a la granja hace tan solo 15 días. “La estoy luchando”, acota por lo bajo y agrega que estando ahí alejado de todo, “se te blanquean las cosas”. Nació un 10 de enero, y pasó 12 de sus 35 años de vida en la cárcel. Diego le pregunta en qué penal, y con una gran sonrisa Jesús contesta: “¡En todos!”, seguido de un extenso listado de nombres.

La rutina en la Granja comienza a las siete y media de la mañana. “Lo que apuntamos es al día a día”, agrega El Tano para hacer referencia a las arduas jornadas de construcción. Pero de a poco todo va cambiando, y el paisaje se va completando, fruto de su trabajo. Con el paso del tiempo, los cambios son cada vez mayores: “Yo llegué rubio de ojos celestes, y mirá como quedé”, bromea. Sus piernas se mueven todo el tiempo. Cambia de posición. Se acomoda en la silla. Pasan unos segundos, y otra vez vuelve a moverse. Los brazos tampoco tienen descanso, y las palabras salen rápidamente como si le estuvieran quemando la boca. “Sos una chispa, ¡hermano quedate quieto un segundo!”, le suelen decir al Tano que transita su vida a gran velocidad.

Nació un 25 de enero, hace 24 años en el Bajo Flores. Fue el Padre Gustavo Carrara quien lo llevó a la Granja en donde está hace dos meses. Su consumo de drogas empezó a los 10 años cuando probó la marihuana por primera vez. Eso sucedió medio año después de haber sido abusado, y por querer guardar el silencio hasta con su familia, trató de esconder ese dolor sumergiéndose en el camino de la droga.

Cuando El Tano tenía apenas ocho años, iba al colegio con dos mochilas: una cargada en su espalda con útiles, y otra carrito que iba cargando con alimentos que “mangueaba” de los almacenes de la calle. La rutina seguía con la apertura de puertas de taxis en un shopping de Caballito, y después más tarde hacía lo mismo pero en la entrada de los boliches. Ya en plena noche se dirigía a Mc Donald’s para juntar la comida que tiraban, y de ahí si volvía a su casa para al otro día volver a levantarse a hacer su rutina.

Un día le robaron, y no quiso llegar a su casa sin nada para darles a su mamá y hermanos. Entonces robó un monedero de una señora. Recuerda ese trayecto a su casa, asustado, y agarrando fuerte el monedero con la mano en el bolsillo, sin siquiera saber cuánta plata tenía adentro. Llegó a su casa, y eran $350 con los que comieron 3 o 4 días…

“Son 14 años de consumo, 14 fiestas, 14 cumpleaños…”, dice El Tano, y agrega que por haber elegido la droga como sanadora de un gran dolor, ahora dejarla implica volver a tener un enorme vacío. Interrumpe de repente su vuelta hacia la infancia para agarrar una araña bastante grande… la muestra, y dice mirándola: “Esto es de los bichos más chiquitos que hay acá. Y mirá, tiene ojos verdes la wacha”. Vicente está concentradísimo con su sandalia en una mano, y una ramita en la otra. Con paciencia va raspando cada agujerito de la suela y hace una limpieza profunda del barro acumulado. Tiene 24 años y llegó a la Granja hace dos días. Al igual que los otros dos, es del Bajo Flores, y los conoce del barrio. De hecho, solía dirigir un grupo de autoayuda junto con El Tano en el cual ayudaban compartiendo su experiencia. Se lo ve tranquilo y callado, pero es un silencio que se rompe ante cada comentario que le da risa.

Los sentimientos que tiene un drogadicto son de “abstinencia” y “persecución”. Sin embargo, la adicción no es un delito, es una enfermedad. “Una enfermedad que junto con las ganas de drogarse va a seguir estando… lo que cambia es la cabeza”, asegura El Tano y agrega que con los “muchachos” se divierten mucho y que a veces se da cuenta de que cuando se ríe se le escapa una lágrima que no es de tristeza, sino de alegría. “Lo que ves acá, es la viva imagen de lo que es querer vivir”, agrega con convicción mirando a sus compañeros.

Mañana es Navidad, aunque la baja temperatura y el viento que nos golpea en el medio del campo no lo demuestren. “Acá se arma el baile y están invitados eh”, aseguran. Nos vamos acercando al auto para irnos. En mis pies tengo puestas las ojotas del Tano que me las dio después de haber visto mi caminata espástica por el pasto, e incluso insiste con regalármelas.

Nos despedimos, subimos al auto y ellos entran a la cocina, tal vez para preparar su comida y después seguir construyendo. Tras un bocinazo, se asoman por la ventana, saludan, y nosotros doblamos por el camino de tierra que dentro de unos kilómetros nos va a dejar en la Ruta 24. En cualquier momento se larga a llover, y al rato la radio sorprende con una canción de Riddim que dice: “Ponele fin, a lo que te hace mal. Buscale la vuelta y volvé a empezar…”.


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