“Tengo una mesa, pero no importa…”


Héctor Rolando Medina

Scuzzi – Vicente López y Rodríguez Peña, Capital Federal

 

“Bueno… pero miren que entro y salgo, entro y salgo”.

Esa fue la respuesta de Medina. Resulta que pasadas las seis de la tarde, el café Scuzzi tiene la mayoría de sus mesas ocupadas, y Medina no puede descuidar su profesión de mozo por tener una charla con nosotros. Entonces, nos propone una estrategia para hacer las dos cosas al mismo tiempo: nos sentamos en una de las mesas de afuera del bar así, mientras conversamos, él controla el interior a través de la ventana de vidrio, y como bien dijo, entra y sale para atender a sus comensales.

Nuestra mesa está ubicada en la plena tranquilidad que caracteriza al Pasaje del Correo en la calle Vicente López. Nuestro pedido lo toma otro mozo, pero Medina no tarda en aparecer, y llega incluso antes de que mi licuado y el expresso de Diego llegaran a la mesa. Se queda parado, a la espera de las preguntas, y mirando hacia adentro nos dice sonriente: “Tengo una mesa, pero no importa…”.

Héctor Rolando Medina nació un 2 de octubre de 1973 en Concepción, Tucumán. Vivía en el campo junto a sus padres y sus cuatro hermanos mayores. Ya desde chico, a los doce años de edad ayudaba a Lorenzo José, su papá, con las tareas del campo donde trabajaban la caña de azúcar. Fue a una escuela rural llamada Bericha, ubicada en el departamento de Chiquilasca. Intenta explicarnos dónde queda el lugar, y al ver nuestras caras de incomprensión agrega: “Susana Giménez anduvo por allá hace poco…”, como para ver si con ese dato podía ayudarnos.

A los 14 años de edad, vivió durante tres meses en San Juan cuando fue a la localidad de Sonda junto a su papá para trabajar en las cosechas de uvas. Después de un par de años más viviendo en Tucumán, a los 17 años se vino a vivir a Buenos Aires junto a un amigo. Su compañero de camino estaba de novio y extrañaba, por lo que abandonó la aventura y se volvió a su tierra natal a los tres días, haciendo que Medina se quedara solo.

Vivía en un hotel ubicado en la calle Paraná al 358. “¡Qué memoria!”, le digo, y Medina remata mi frase con una simpática sonrisa, agregando que vivía en un cuarto piso, lo cual confirma mi comentario. Octubre fue el mes de su llegada a Buenos Aires, y ese fin de año pasó Navidad y Año Nuevo solo, en el hotel. “No me olvido más”, dice. “Por ahí el campo te aburre, y venís para ver cosas mejores”, explica Medina que no conocía Buenos Aires hasta el momento en que se vino a vivir acá.

Si tuviera que aclarar todos los momentos en los cuales Medina abandonaba nuestra mesa para ir a atender a algún comensal, esta sería la nota menos dinámica del mundo. Por lo tanto, imagínense que párrafo de por medio, el mozo se pegaba una corridita hacia el interior del local, y a los cinco minutos aparecía nuevamente.

“Empecé lavando platos”, dice Medina en relación a su primer trabajo en Buenos Aires. Lo hacía de cuatro de la tarde a una de la mañana en un local de pastas llamado Pipo ubicado en Callao y Santa Fe. Con total naturalidad nos cuenta que no se trataba de una tarea muy dura, pero a los dos meses cambió de trabajo…

La tarde está bastante calurosa pero Medina viste prolijamente una camisa manga larga color beige. A la altura de la cintura se interrumpe con el negro de su delantal con angostas rayas amarillas, en cuyos bolsillos suelen refugiarse las manos del mozo mientras habla. Su cabello negro con tintes grises está rapado casi al ras, sin embargo, es posible imaginarse que en el caso de tenerlo largo, Medina tendría una gran cantidad de pelo.

Durante unos meses fue mozo en el Paseo La Plaza, y luego terminó trabajando para Scuzzi, donde es mozo hace ya 16 años. Me fue inevitable preguntar por la existencia de algún papelón con las bandejas llenas de cosas, pero Medina niega haber sido un novato, ya que en su juventud en Tucumán ya había tenido experiencia como mozo en los meses en que no había trabajo en el campo.

En sus primeros momentos en Buenos Aires no todo fue trabajo para Medina. A los 20 años conoció a María Mercedes, que hoy es su mujer. “A primera vista anduvo”, agrega mientras ríe. Después de dos años saliendo, nació su primera hija llamada Camila. Ese fue un motivo más que suficiente para juntarse, y al tiempo tuvieron a su segundo hijo, Diego, que hoy tiene 12 años.

“Cuando uno está lejos lo que más extraña es ver a los viejos”, sostiene Medina. Es difícil descifrar si su tono de voz corresponde a la melancolía o a la resignación. Sin embargo, desde que vive en Buenos Aires, todos los años vuelve a su Tucumán natal para visitarlos, ya que como bien dice: “Hay que ver a los padres”.

El silencio del Pasaje del Correo cada tanto es interrumpido por el sonido de las frenadas de los colectivos en la parada de la calle Vicente López. La gente pasa caminando por la cuadra de adoquines, y una gran cantidad saluda a Medina como si se tratara de un pueblo en el que todos se conocen.

Medina es mozo, claro. Es decir, que es simplemente un puente entre la cocina y las mesas. Perfectamente podría ser quien está sentado esperando su comida, como todos. Sin embargo, también podría ser el que se encuentra del otro lado del puente y ser quien cocina, ya que es cheff recibido del Instituto Argentino de Gastronomía.

Se gana más como mozo que como cocinero, explica Medina, y agrega que “la propina es un sueldo más”. A juzgar por su simpatía, puedo deducir que los clientes deben ser muy generosos con él. Pero esto no quiere decir que ignore su faceta cocinera…

Hace unos años empezó con un servicio de catering que “se hace en familia”. Sin duda, diciembre es uno de los meses más fuertes en su negocio ya que se dedica a hacer y vender pan dulce. Todos los días llega del trabajo a las dos de la mañana. En vísperas de Navidad, cuando llega a su casa en Berazategui, en lugar de irse a dormir, se queda cocinando pan dulce hasta las diez de la mañana. “No te pienses que es fácil”, dice Medina para rematar el relato mientras mira por la ventana hacia adentro y hace un gesto que se traduce en un “Ahí voy”. Enseguida hace una corridita y desaparece.

De repente escucho una voz de un hombre que se acerca cantando por atrás mío. Al darme vuelta lo veo a Medina sonriente que se acerca para continuar con la charla. “¡Así que también sos cantante!”, le digo. Lo niega rotundamente diciendo que canta mal. Su argumento no me convence y parece ser consecuencia de su humildad. Lo poco que escuché, sonaba bien.

“Sábados y domingos estoy acá presente”, dice con orgullo. Su único día de franco es el martes. Lo que más le gusta de ese día es “compartir la mesa a la noche con los hijos” y también salir a pescar en el Muelle de Quilmes. No le gusta salir a comer afuera: “Porque estás todo el día acá adentro y bueno…”, dice, aunque agrega que a veces lo hace por la mujer y los hijos.

Hay un hobbie que Medina no confesó de entrada. Por unos minutos otro mozo, llamado Ángel, se une a la charla y delata a su compañero contándonos que es un gran bailarín de salsa y bachata. Ahí Medina se suelta y nos cuenta que suele salir a bailar, y Ángel en un tono burlón dice: “¡Es muy pirata!”.

Medina habla fuerte y claro. Su tonada tucumana no pasa para nada desapercibida, y su sonrisa aparece con frecuencia cuando habla. Constantemente mira hacia adentro para ver si sus clientes necesitan algo. Pero no solo eso. Resulta que desde adentro sus compañeros ubicados en la barra le hacen gestos que lo hacen reír aún más.

Siempre admiré la memoria de los mozos que no anotan el pedido. Medina es uno de ellos. Su táctica consiste en mirar bien la cara de cada uno de los comensales y asociarla con lo que pidió. Cuando se olvida de algo, pega una mirada a la mesa, y con ver el rostro de la persona, se acuerda de su plato.

Sueña con algún día poder abrir un restaurant exclusivo de tan solo 30 cubiertos. “En un barrio para gente exigente… se entiende ¿no?”, agrega Medina con una sonrisa discreta. Mientras tanto, sigue ganando experiencia en el rubro, sirviendo algunos platos en Scuzzi, y preparando otros tantos en familia con su servicio de catering.

Del otro lado de la callecita del Pasaje del Correo hay una ventana que da a un salón de baile. Ya pasaron las siete de la tarde y se escucha el comienzo de una clase. “Un, dos, tres, cua…” se le escucha decir al profesor al ritmo de la música. El mozo que nos había atendido nos trae la cuenta, y nos despedimos de Medina que en esta ocasión no atendió nuestra mesa sino que simplemente compartió una charla. Hoy, fuimos nosotros los que lo atendimos a él… tal vez no su estómago, pero sí atendimos sus letras.

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