“Vos le podés mentir a quien quieras, pero a vos mismo no”


Julio Zarza

San Telmo, ciudad de Buenos Aires

Las calles en San Telmo son angostas. A veces da la sensación de que ningún auto circula por ellas, de que son solo peatonales. Nosotros en cambio estamos en auto, y a medida que avanzamos por la calle Balcarce, sentimos los adoquines que nos hacen dar saltitos imperceptibles a la vista. “Balcarce al… 1000… acá, llegamos”.

Miro el reloj. Pasaron cuatro minutos de las nueve de la noche, llegamos puntuales. Tocamos el timbre y en cuestión de segundos ya estamos adentro de la casa de Julio Zarza. No está solo: lo acompañan su perra Canela, y su novia Delfina.

En seguida nos hacen sentir como en casa, y el anfitrión no tarda en ofrecernos algo para tomar: “¿Quieren una limonada?”. A decir verdad, por el clima y la hora nunca se me habría ocurrido tomar limonada, pero fue imposible resistirse: la oferta era tan desconcertante como tentadora. Julio en seguida elige un limón, agarra el cuchillo y empieza a realizar su arte. “Yo con un solo limón te saco dos o tres litros de limonada”, dice con orgullo. Explica paso por paso, y al terminar, lo mira a Diego y remata: “Ahora que sabés mi secreto te tengo que liquidar”.

Julio Zarza nació el 16 de octubre de 1979. Para los que no son fanáticos de los números, les ahorro la cuenta: tiene 32 años. Vivió toda su infancia en la Villa 21-24 de Barracas junto a su familia, en una casa de 3×4 metros. Con los brazos, señala el perímetro de la cocina para mostrar el tamaño de donde vivían: en una cama dormían sus padres, y un ropero la separaba de otra cama de plaza y media donde dormía él con sus 6 hermanos.

“Canela me hace compañía… la cago a pedos y me ama igual”, dice Julio mientras mira a su perra que camina inquieta por toda la cocina para ver si puede cazar algo para comer. Asegura que es verdad que los perros son iguales a los dueños y agrega: “Ella es ansiosa así que imaginate…”. Ya cada uno tiene su vaso en mano, y no podemos más que elogiar a Julio que con medio limón logró preparar cuatro vasos de riquísima limonada con un punto justo entre dulzura y acidez.

La Villa para Julio es como una “gran familia”. Recuerda que de chico solía hacer fila en una canilla comunitaria para llevar agua a su casa. “Nos veíamos todo el tiempo, si no te encontrabas en la escuela te veías en la fila de la canilla”, explica. Asegura que el que menos tiene es el que más gasta en el otro, y expresa: “La idea de compartir es cuando vos tenés ganas de comer, no cuando no querés más.”

Julio fue el primer cartero de la Villa. Tenía tan solo 12 años cuando vio que en lo del zapatero había pilones y pilones de cartas porque el correo no las repartía adentro del barrio. Él se ofreció y empezó a repartirlas casa por casa. Cuando entregaba los sobres pedía plata a voluntad: “Moneda, más moneda, más moneda”, dice Julio, y así fue haciendo su propia plata.

Por un trabajo en una verdulería cobró $55, y por ese entonces con esa plata pudo comprarse un Family Game. Más tarde, hizo un trueque y lo cambió por una bicicleta. Siempre había querido tener una. Se compró un canasto en una chatarrería, y siguió repartiendo cartas pero ahora con transporte. Un amigo empezó a repartir con él, y agrega: “¡Fue ahí que tuve mi primer empleado!”.

“¿Preparamos algo para comer?”, dice Julio. En seguida abre puertas de las alacenas y empieza a sacar todo lo que necesita mientras sigue hablando. Con seguridad empieza a picar tomates para cocinar una salsa mientras el agua para los ravioles ya se está calentando. Delfina lo conoce muy bien, y cada tanto lo gasta con algún que otro comentario que dispara alguna discusión graciosa que nos hace reír, y mucho.

“Yo tengo la imagen de mi vieja levantándose a las cinco de la mañana y durmiéndose a la una de la mañana”, cuenta Julio. Su mamá se llama Ricarda, y cada vez que es nombrada, Julio parece iluminarse. “¿A qué le llamamos trabajo digno o vivienda digna entonces?”, dice, y explica que para él las horas de trabajo de su madre eran muy dignas, y su casa más aún.

“Fui recorriendo secundarios pero no terminaba nunca”, dice Julio. Le costó poner el estudio como una prioridad sobre el trabajo. Empezó a estudiar carpintería, pero también se quedó libre. Sin embargo, esa vez fue diferente, porque Crosa, su profesor, lo fue a buscar a la casa para que siguiera, y terminó a los 18 años.

Los ravioles ya están listos. Julio va sirviendo los cuatro platos, y de repente un raviol se cae al piso. “Tomá Canela, comé”, le dice a la perra que ya estaba devorando la pasta sin siquiera haber esperado la orden de su dueño. “Este es para mí eh, por eso le meto los dedos”, dice mientras termina de acomodar el último plato. Nos sentamos en la mesa, y Julio nos cuenta que en realidad era más alta, pero que usó sus dotes de carpintero y le cortó las patas para que quedara justo a la altura del sillón. Mientras le pone mucho queso a sus ravioles, sigue el relato…

Julio solía vender perfumes en la calle, y en una ocasión fue a vender al INADI, donde su hermana trabajaba junto a Víctor Ramos. Después, se metió como voluntario, pero enseguida agrega que “no podía hacer algo solidario teniendo una doble vida”.

Resulta que para ese entonces las drogas ya formaban parte de su vida, y no se sentía cómodo teniendo un discurso de “no te drogues”, si él lo hacía. “Yo en la Villa tenía la imagen del pibe que estudiaba, que trabajaba, que era un ejemplo…”, explica Julio y agrega: “No me gustaba que me vieran hecho mierda entonces terminaba escondido.”

Sin embargo, un tiempo después se fue a vivir a Palermo, a un monoambiente donde solía vivir su hermana. “Vos le podés mentir a quien quieras, pero a vos mismo no”, dice, y cuenta que fue por ese entonces cuando hizo “el click” y decidió internarse.

Tenía 26 años. 8 de agosto. “Creo que era un jueves tipo 10 de la mañana”, recuerda Julio. Había empezado a drogarse el viernes de la semana anterior, y no había parado desde ese entonces. Para reducir el efecto de la pasta base consumió cocaína, pero no logró reducir los daños. Se sentó en la punta de la cama y empezó a llorar. “Me puse a hablar con Dios en voz alta”, dice, “y me cayó una ficha de miedo hacia mi persona: ahí te das cuenta de que la persona más cruel de todas vive con vos y sabe todos tus dolores”.

Llamó al SAME. Llamó a la obra social. Llamó a la Policía. Pero no obtuvo la asistencia que necesitaba. Entonces llamó a Víctor Ramos del INADI, quien enseguida lo fue a buscar. Julio cuenta que mientras lo esperaba se afeitó: “Me pasaba la maquinita y estaba cerca de cortarme el cogote”, dice y agrega que estaba lejos de lo que alguna vez había soñado cuando era chico: “ser Presidente y actor”.

Interrumpe el relato, sonríe y expresa con orgullo: “Aunque ahora soy actor… y presidente de Mundo Sur FM”. Actuó los papeles protagónicos de películas como “Villa” y “La 21 Barracas”, y Mundo Sur FM es una radio que compró con sus propios ahorros. Hoy, tiene un programa todos los viernes a las 20hs, y da trabajo a muchos chicos de la Villa: “La radio une, pasan un buen momento”.

Ya terminamos de comer pero nadie se levanta. La charla está muy entretenida y no amerita ser interrumpida ni para levantar los platos. La tele está prendida porque hoy es el primer capítulo de “Tiempos Compulsivos”, un nuevo programa de Canal Trece. Igual está en mudo, son solo imágenes que transcurren en el fondo del living.

“Vos llegás al tratamiento y estás como la víctima, pero cuando te das cuenta de que sos el victimario se complica. Ahí es cuando muchos dejan”, explica Julio. Estuvo casi dos años en rehabilitación, y otra vez sale a colación la incondicional Ricarda, su mamá: “La que siempre fue a visitarme fue mi vieja.”

Durante la internación, Julio tomaba clases de teatro todos los martes, y los miércoles iba a la Villa a enseñar todo lo que había aprendido el día anterior. “Cada uno es actor en su vida, algunos se exponen y otros no”, asegura y agrega que “el escenario ya está, y cada uno decide el papel que quiere jugar”.

Por su actuación en los documentales sobre villas, salió en programas como Mañanas Informales, y empezó a ser reconocido por la calle. “Re loco cómo se dio vuelta todo, antes la gente me veía y se agarraba la cartera”, dice con un tono lleno de humor.

Pero lo actoral le regaló mucho más que esa fama: le regaló a Delfina, su novia. Era el 14 de marzo de 2009. Julio fue invitado al Festival Pantalla Pinamar por su actuación en la película “Villa”, mientras que Delfina fue como espectadora junto a su mamá, su tía y su prima.

“Mirá que interesante este chico, que lindo morocho…” pensó Delfina cuando terminó la película y aparecieron el director y Julio. En ese entonces, para ella Julio no era Julio: era Freddy por el nombre del papel. “Si mal no recuerdo tenía puesto este saco”, dice Delfina señalando el sweater marrón que tiene puesto. Ella narra todos los momentos iniciales de su historia de amor, y Julio mira desde el otro lado. Escucha muy atento, y cada tanto acota algún comentario…

Hoy Julio Zarza es el sub director de Mundo Villa, el primer multimedio que cuenta historias sobre todas las villas de Buenos Aires. Tomaron conciencia del poder de lo mediático cuando empezaron a mostrar problemas, y se dieron cuenta de que al hacerlos públicos, empezaban a solucionarse. Además, muestran una perspectiva sobre la Villa que rompe con los estereotipos: “Los pibes son conscientes de que los medios no muestran toda la realidad. De que el padre trabaja, de que no todo es tan malo…”.

Julio la tiene clara. Habla sin titubear. Su optimismo sale a la luz sea cual sea el tema del que habla. Y si tuviera que definir su manera de mirar las cosas en una sola palabra diría: empuje. “Siempre digo que todo lo que pasa es bueno. Si no te gusta tu vida cambiala. Si no te gusta andar en zapatillas, quemalas y ponete ojotas”, dice con simpleza y sin complicaciones.

Los platos siguen en la mesa. Hace más de dos horas terminamos de comer. Ya pasaron varios minutos desde la una de la mañana, y aunque la conversación podría haberse estirado por unas tantas horas más, es miércoles a la noche y hay que tener energías para terminar la semana. Julio no duda en acompañarnos a buscar el auto, así que salimos todos juntos hacia la calle.

Como dice el dicho: “Panza llena, corazón contento”. Aunque después de esa comida compartida llena de historias, podemos decir: “Charla plena, corazón contento”.


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