“No existen las cosas peores, todo depende de cómo uno mire”


José De Gregorio

 Montevideo y Guido, ciudad de Buenos Aires

La lluvia puede ser inspiradora para quien se encuentre bajo techo mirando por la ventana. Pero no lo es para quien camina por la calle en busca de alguien dispuesto a charlar un rato. Aparece el desánimo: al parecer hoy el agua acobarda las historias… Hasta que caminando sin un destino en concreto, aparece una tijera naranja hecha con luces, que se exhibe detrás de una vidriera.

Hay un hombre de delantal blanco y anteojos, que está sentado en un banco al lado de la puerta del otro lado del vidrio que en letras grande dice “Peluquería”. Es José, quien mirando hacia el exterior está esperando a que se acerque algún cliente. Ya pasaron varios minutos de las seis de la tarde, y apenas entramos, se pone de pie y baja el volumen de la radio.

José Di Gregorio tiene 65 años, y nació en Sicilia, Italia. Vivió toda su infancia ahí, hasta que a los cinco años, acompañado por su madre, vino a vivir a Argentina donde ya estaba su papá, quien había venido al país apenas terminó la Segunda Guerra Mundial donde luchó para el bando de los italianos.

Cuenta su historia sentado desde el mismo banco donde lo encontramos hace unos minutos, pero en lugar de mirar a la calle, ahora mira hacia el interior de la peluquería donde yo estoy sentada en una de las sillas donde se ubican los clientes. Los asientos están hechos de hierro pesado y cuero negro, parece que tienen sus cuantos años, al igual que el local…

“Este es el último dueño que quedó”, dice José mientras señala una fotografía que muestra a Alberto y Luis, los fundadores de la Peluquería Montevideo en el año 1972. Como ambos están muertos, ahora el dueño es José, que había comenzado a trabajar para ellos en 1989. “Eran 6 peluqueros cuando yo vine acá”, recuerda y agrega: “Por ese entonces el corte estaba en 80 australes… y te daban 15 centavos de propina”.

15 años tenía José cuando se dio cuenta de que quería estudiar para convertirse en dibujante publicitario. En aquellos momentos vivía con su familia en Berazategui, y cuando quiso inscribirse para estudiar, se encontró con un obstáculo: no tenía documento argentino.

El relato de la infancia se interrumpe con la llegada de un cliente. “No te confundas porque esté la chica acá sentada…”, le dice José al hombre mientras lo ubica en un asiento. En ese mismo momento, llega otro cliente más, pero al ver que alguien le ganó de mano, decide ir a dar una vuelta para hacer tiempo y volver dentro de un rato. “Le ganaste por un pelito al doctor”, bromea José.

Su fallida ambición de estudiar diseño publicitario fue la que llevó a José hacia los rumbos de la peluquería. Corría el año 1962, y un amigo suyo iba a aprender a cortar el pelo. Su nombre era Vitorio Cucusa: “Todos mis amigos son tanos…”, agrega José con una sonrisa, quien al enterarse de lo que iba a hacer su compañero, comenzó también a formarse como peluquero. En esa época, cuenta, “no era muy común que el hombre le cortara el pelo a la mujer”.

Las clases las tomaban en la Academia Lauren que estaba ubicada en la Avenida Pavón en Lanús. “Cualquiera… un desastre era yo”, recuerda José. Sorpresivamente, las prácticas no las realizaban con pelucas sino con gente de verdad. Por inercia surge el interrogante: “¿Cómo puede existir gente que expone su cabeza a un principiante?”. “Era mucho más barato”, explica, y agrega: “El corte en una peluquería salía $45, y en la Academia se cobraba a $10”.

Mientras corta, José habla pero no se distrae. Atentamente, sus ojos hacen un movimiento de manera constante entre la cabeza del cliente y el espejo para corroborar cómo va quedando el corte. El espejo luce una colección de estampitas: San Expedito, Jesús, la Virgen, y entre ellas se acomoda un cartel gris con su nombre escrito en negro. “¿Querés que te corte más?”, pregunta José mientras sostiene un espejo de mano para que el cliente pueda ver el resultado.

Hoy José está atendiendo solo en la peluquería. Sin embargo, el resto de los días tiene compañía, que no es nada más ni nada menos que la de su hijo Matías de 25 años. Se lo puede ver en unas fotos que están pegadas en el espejo, en las que está tocando la guitarra eléctrica. “A veces lo quiero tirar por la ventana, con guitarra y todo”, bromea José.

Cuando José tenía 20 años conoció a María del Carmen, quien hoy es su mujer. El encuentro fue en los carnavales de Berazategui: “Qué sé yo si fue amor a primera vista”, responde, y cuenta que estuvo tres años de novio y finalmente se casó. Son padres de cuatro hijos, y tienen 5 nietos. “Los domingos no sabés lo que son”, dice José con una sonrisa, y confirma el mito de los “tanos” y el amor por la pasta en familia… aunque aclara que no cocina.

Ahora, el nuevo cliente es un chico de unos 20 años, que llegó porque quiere raparse. Como quien da una clase, José explica que a medida que bajan los números de la maquinita para rapar, el pelo quedará más corto. “Te muestro un poco para que veas cómo queda”, le dice José al chico.

“Es una rutina para mí”, expresa sobre su profesión de peluquero. “Ahora me voy a jubilar”, cuenta, pero enseguida agrega: “¡Igual más bien que voy a seguir trabajando!”. Suele hablar con sus clientes, aunque cuenta que con los que no conoce por ahí está “más quedado”.

“Lo más difícil es estar acá adentro cuando no te viene gente”, confiesa José. Para pasar el tiempo escucha la radio, mira hacia la calle… igual nunca le pasó que no fuera nadie. Su récord es de 24 cortes en un solo día. Hoy lunes parece ser un día agitado: José no terminó de rapar al chico, y ya hay otro hombre sentado para esperar ser atendido. Resulta que las peluquerías cierran los lunes, pero hace 4 meses José tuvo la iniciativa de empezar abrir ese día, lo cual parecer ser un éxito.

“No existen las cosas peores, todo depende de cómo uno mire”, expresa José con convicción porque para él no existe nada peor dentro de su trabajo. “Tengo que tratar de que vengan y no desfigurarlos, ¡nada más!”, aclara mientras le quita la bata al joven ya rapado: “Te quedó la cabeza redondita”, le dice.

“Bajá un poco los rulos”, es el pedido del nuevo cliente que está vestido con un traje y parece haber llegado directo del trabajo. Hace ya un rato que la aguja del reloj pasó las siete de la tarde, y por la radio se interrumpe el programa de Ari Paluch para pasar una conferencia de prensa de Cristina Fernández de Kirchner.

La estrategia de corte de José empieza por peinar el pelo. Luego, toma la tijera y comienza con su arte. Se empiezan a escuchar los tijeretazos. Algunos son ágiles y constantes, pero cada tanto interrumpe una mirada al espejo que es el preludio de un movimiento más pensado con un corte lento. Da pasos de un lado al otro, y sus pies van reacomodando los pelos que caen en el piso.

“A veces me corta el pibe mío”, confiesa José, quien no se corta el pelo a sí mismo, sino que prefiere dejarlo en manos de su hijo Matías. Asegura que no se le acalambra la mano después de todo un día de trabajo usando la tijera, y que tampoco le tiene alergia a los pelos cortitos que se desprenden de las cabezas de sus clientes y se van pegando en su delantal.

El hombre que se está cortando el pelo ahora solía ser cliente de Beto, el ex socio de José, que se murió hace unas dos semanas. “¿Te enteraste lo de Beto no?”, le pregunta José, y ante la afirmación del hombre entablan una conversación que finaliza con la siguiente frase: “Lo viste tantos años a Beto que me cortaste como lo hacía él”.

José había dicho que se iría a las siete y media de la tarde, pero ya son las ocho menos cuarto. No está apurado ni mucho menos, sino que sigue corrigiendo su corte pacientemente, como si el reloj que está colgado en la pared no existiera.

El cliente se va. José se saca el delantal blanco y lo cuelga prolijamente en un perchero. Ordena sus instrumentos de trabajo, y los deja un poco más de lo ordenados que ya estaban. Afuera todavía llueve fuerte. Salimos de la peluquería, y cierra la puerta detrás de nosotros. Cerrar el local implica solo una vuelta de llave: “Antes tenía rejas, pero las saqué… parecía una cárcel”.

La tijera naranja está apagada y ya no brilla. Y aquel hombre que estaba sentado en un banquito mirando hacia afuera, ahora camina por Montevideo para tomarse el 102, y de ahí un tren que lo lleve a su casa en Berazategui, lejos de las tijeras y de los delantales.

 


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