“Lo que muchos llaman casualidades para mí son milagros”


Julio Méndez de Iglesias

Pueyrredón y Vicente López, ciudad de Buenos Aires

Cuando la primavera se asoma en Buenos Aires, las flores aparecen en los árboles, y desaparecen de los puestos que las venden. Los románticos, un ramo para sus mujeres. Los fanáticos de los aromas, un puñado de jazmines para perfumar. Los que buscan alegría para sus ambientes, alguna que otra flor para decorar. Y así, de a poco, las flores se van del puesto de Julio y pasan a vivir su propia historia.

“Todo viento en popa, ¿y ustedes?”, son sus primeras palabras cuando nos acercamos hacia su lugar en la esquina de Pueyrredón y Vicente López, con la timidez de quien no sabe cuál será la reacción de su interlocutor. Julio está cortando el excedente de tallos de un ramo de flores, y enseguida se entusiasma para hablar. Mientras bebe un sorbo de café que, a juzgar por el color parece tener un poco de leche, señala la inscripción de la taza y la lee: “I love you”.

Julio Méndez de Iglesias es portador de una tonada española que no se ha esfumado en los 45 años que lleva viviendo en Argentina. Nació en 1942 en Santiago de Compostela, España, y casi por inercia surge la pregunta por la famosa peregrinación que se realiza en esa ciudad, conocida por ser muy larga y dificultosa. Responde que la realizó en varias ocasiones y dice: “Cuando uno peregrina movido por fe y misticismo vale la pena, pero cuando uno va movido por simple curiosidad cuesta mucho más”.

Habla de su fe con una convicción conmovedora, y por fuera de su delantal verde se asoma una cruz de madera que lleva colgada del cuello. Por debajo, su camisa celeste es casi tan celeste como sus ojos que cada tanto se humedecen al recordar el pasado. En los pies de Julio se esconde tal vez una de sus cicatrices más duras del pasado: uno de sus zapatos lleva una plataforma de varios centímetros para que su pierna izquierda mida lo mismo que la derecha.

En su infancia, Julio veraneaba en las playas de Pontevedra, una ciudad al suroeste de España, conocida por ser parte de la zona marisquera. Para recolectar los mariscos, las mujeres utilizaban por ese entonces herramientas filosas y baldes. “Y mientras los chiquitos jugábamos”, recuerda. Continúa la descripción como buen narrador, y cuenta que cuando la marea está alta, las piedras no se ven, y están recubiertas de un moho resbaladizo.

“Un día a los 5 años me resbalé”, dice, señala su pie, y queda claro que no hay nada más que preguntar sobre el asunto. “Eran años de guerra, de hambre, y no había buenos médicos”, remata y cuenta que estuvo en silla de ruedas desde los 5 hasta los 11 años. Por ese momento vivía junto a sus padres y sus cuatro hermanos, mayores que él. Dos de ellos murieron de chicos a causa de la guerra, y a la hora de indagar un poco sobre el tema, Julio responde con una mueca disfrazada de sonrisa: “Los años de guerra no vale la pena recordarlos”.

“¡Buen día Julio!”, se escucha a sus espaldas. Se trata de un chico en uniforme de colegio, de no más de 10 años, que cruza Vicente López tomado de la mano de su abuela. “De ese chiquito conozco el padre, la madre, la abuela”, dice Julio después de responder el saludo. Asegura que tiene muchos amigos entre los peatones que pasan por su puesto, y con orgullo dice: “¡Yo ya soy un pedazo del barrio!”.

La infancia de Julio transcurrió teñida por un contexto de guerra. “Mi padre tuvo una vida muy, muy dura”, dice y recuerda cómo lo pasaban a buscar por la mañana para trabajar en los campos de trabajo y así conseguir vales por comida para la familia.

“Te voy a hacer un regalo del alma”, interrumpe Julio en un instante. Ante nuestro desconcierto agrega: “Regalar cosas regala cualquiera, pero regalos del alma no”. Con cautela abre una puertita de madera que está en el puesto, y toma una bolsa de tela un poco más grande que la palma de su mano. De ella saca dos trozos de madera y una armónica, y enseguida nos acomoda para empezar su show. Mientras toca la armónica, mueve las maderas que golpean con un ritmo que acompaña a la melodía. Mira fijo a la cámara, y no se da cuenta de que los autos que frenan en el semáforo de Vicente López bajan las ventanillas para ver el espectáculo. Al terminar la canción, dice con orgullo: “Esto lo aprendí en una silla de ruedas”.

En 1968, a los 26 años, Julio vino a vivir a Argentina siguiendo el paso de sus dos hermanos que ya estaban instalados en Haedo. Su primer trabajo fue en un bar sobre Callao, al lado de donde estaba en Cine América. Sin embargo, al poco tiempo ese mismo año, instaló su puesto de flores. “Al principio lo tenia ahí en frente con unos palos”, dice mientras señala la mano de enfrente de Pueyrredón. Y, mientras da una palmadita a la chapa verde agrega: “Y bueno, después la ciencia fue avanzando e inventaron estos materiales…”.

Al lado del puesto hay un árbol fornido, tan alto que su copa apenas puede divisarse por completo desde la vereda. Se trata de un “amigo ecológico” que Julio plantó hace 22 años, y que lo acompaña todos los días en su trabajo. “Yo cada vez que vengo le doy un beso y le hablo”, dice con un brazo apoyado en el tronco, y acota con una sonrisa: “Todo lo que tiene vida tiene sentido, es sensible”. Nos cuenta que escribió una poesía sobre el árbol, y supera nuestro asombro al contarnos que lleva escritos más de 600 poemas.

Julio asegura que del trabajo en la calle todo es muy difícil, y que “la vida del florista es muy sacrificada”. Día por medio tiene que ir a las 4 de la mañana al mercado de las flores ubicado en Barracas, y luego las lava para que puedan estar listas para la venta. Sus manos exhiben grietas que recorren la piel como ríos oscuros, fruto del trabajo y del veneno que usa para limpiar las plantas. “Lo que más me gusta de mi trabajo es el trato con la gente”, aspecto que comprobamos por la lluvia de saludos, y que él explica con un simple mensaje: “Está escrito, hay que amar al prójimo como a uno mismo”.

“Lo que muchos llaman casualidades para mí son milagros”, dice Julio con seguridad. Cree en los milagros de lo cotidiano, y al preguntarle por algún milagro que le haya sucedido hoy, responde: “Es que ya es un milagro el poder salir de la cama y poner toda esta pila de huesos de pie, ¿no?”.

Se acerca una señora para comprar un ramo de jazmines, que según Julio son las flores más delicadas porque una vez que se las corta “son una bomba de tiempo en la mano”. Saluda a la mujer por su nombre, le pregunta por su marido, y entabla una charla. Nosotros nos miramos mientras observamos la escena, y nos damos cuenta de que ya pudimos captar la esencia de Julio. Nos despedimos con un abrazo que promete una pronta visita, y nos vamos caminando por Pueyrredón con una gran historia en el block, un puñado de fotos que lo definen, y un ramo de flores en la mano.



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