“El viento es viejo, pero sigue soplando”


Julio

Callao y Santa Fe, Ciudad de Buenos Aires

Son las 19hs en una tarde fresca pero agradable. Vamos caminando por Callao, buscando el puesto de diarios que se encuentra entre Santa Fe y Marcelo T de Alvear. Mañana son las Elecciones Primarias Abiertas, pero no nos acercamos al local para buscar información en algún diario, sino para encontrarnos con Julio que está sentado adentro de su puesto, escoltado por cientos de ejemplares de revistas de todo tipo. Empezamos a charlar, nos presentamos, y su primera reacción es: “Miren que mi vida es muy complicada, y fotos por ahora prefiero que no”. Unos minutos después entenderíamos el porqué de esa respuesta…

Julio tiene 75 años y es dueño de unos ojos celestes que se van agrandando cada vez más a medida que se compenetra con sus relatos de vida. Un bigote tupido esconde una boca con varias vacantes en su dentadura delantera. Nariz ancha, y una cabeza con dos franjas de pelo gris a los costados, y una brillante pelada entre ellas.

Nació en Brasil un 24 de julio de 1936, y a los 10 días de vida se vino a Argentina. Vivía en Martínez, “lindo barrio Martínez, en esa época eran quintas…”, con sus cuatro hermanos, de los cuales uno es adoptivo. Un pequeño detalle, sus hermanos de sangre hoy piensan que Julio vive en Brasil: “Hicieron algo contra de alguien que era más importante que mi propia vida, mi mamá”, cuenta pensativo haciendo alusión a la muerte de su madre y la forma en la que murió, que prefiere mantener en secreto.

La vida movida de Julio comenzó en el “70 y pico” cuando lo capturaron en Uruguay en la época de los Militares. No había papeles que justificaran su retención por lo que viajó a España, solo, sin su esposa ni sus hijos. “Nunca me acostumbré a Europa, yo quería a América”, afirma. Estuvo varios años girando por distintos países de Europa y África, pegó la vuelta para América, y desde Estados Unidos comenzó a bajar para América del Sur. Cada palabra de Julio se acompaña con un movimiento de manos, manos grandes con dedos gordos y uñas sucias, y cada tanto se rasca la cabeza como si lo ayudara a recordar datos más precisos.

Julio podría definirse como un nómade. Conoce 108 países y sabe 4 idiomas sin contar los dialectos africanos. Estudiaba neología, que es el “estudio de las cosas nuevas”. Con orgullo nos explica que ya desde los 70 y 80 predecían el efecto invernadero. “Lo calculábamos para el año 2014, pero ya está pasando, ¿vieron?”, agrega. Cuando vivió en Brasil se recibió de Botánica, y como conocía el portugués de Angola, se defendía muy bien con el idioma. “Todos se preguntaban cómo podía sacarme notas tan altas siendo argentino”, dice Julio en tono risueño.

Hace 11 años, trabajando en Brasil, tuvo un accidente aéreo en la frontera con Perú. Viajaba en un Séneca 4 con un amigo, cuando el avión cayó. “Fue intencionado”, asegura Julio quien estaba muy metido en la política por ese entonces. “Igual después vino Lula y ahora ya está todo bien”, asegura. El aterrizaje fue muy violento, y el amigo no vivió para contarlo. Él terminó con el cuerpo destruido, una fractura expuesta en la pierna, la cabeza rota y ensangrentada.

El relato se acompaña de una actuación inquieta que transporta a quien lo escucha al lugar de los hechos. Con un movimiento energético de brazos nos cuenta que lo dieron por muerto y lo taparon como si fuera un cadáver. Sin embargo, un baqueano gritó que estaba vivo y lo terminaron transportando en un helicóptero a San Francisco ya que donde se encontraban no podían internarlo.

Estuvo siete meses en el hospital y Julio enfatiza: “fue la peor época de mi vida”. Cuando se despertó en la camilla recuerda que los médicos se abrazaban y él no entendía qué hacía ahí. Veía con un solo ojo, y las secuelas abundaban en todo su cuerpo. “Para poder caminar, hijo, ¿sabés lo que fue?” le dice a Diego mirándolo fijo a los ojos con una mirada penetrante.

Se acerca un cliente, Julio se disculpa por interrumpir la charla, y se acerca para atenderlo. Yo sigo escribiendo para que no se me escapen los últimos detalles del relato del accidente, Diego me interrumpe y me señala la cabeza de nuestro personaje que se encontraba dándonos la espalda hablando con el futuro comprador. En la pelada se exhibían relieves en su piel, secuelas, marcas, cicatrices de una historia que merece cualquier adjetivo excepto “tranquila”.

“Y no van a creer la que me pasó después cuando volví a Argentina”, expresa Julio para introducirnos al siguiente episodio de una vida colmada de turbulencias. El día en que llegó lo asaltaron en plena Recoleta cuando estaba yendo a La Biela. “En ese momento, todos los personajes iban a La Biela: los actores, los curiosos, los artistas”, nos cuenta, y agrega que Plaza Francia era un lugar sagrado en el que se juntaban a fumar marihuana.

De repente siente que le pegan en la cabeza, y lo siguiente que recuerda es que se despierta en un hospital sin recordar siquiera quién era. Tuvo una amnesia pasajera, causada además por su accidente previo en el avión. Hablaba mitad castellano mitad portugués con un “sotaque” (que significa acento en portugués) muy peculiar, y no tenía documentos que pudieran darle indicios de su identidad.

Se vio rodeado de policías, fiscales, enfermeras, psicólogas y psiquiatras. En un momento recordó todo y se puso a enumerar datos: desde su propio nombre hasta los de todos sus familiares. Resultó aparecer en la lista negra de los desaparecidos y le dijeron que solo podría retirarse si iba alguien a buscarlo. Llamó a un conocido para que lo buscara, y cuando llegó no paraba de tocarlo sin poder creer que Julio estuviera vivo.

La asistente social, Gabriela, que aún es su amiga, le hizo un test que a Julio le parecía tan absurdo que contestó ciertas preguntas de la siguiente manera:

– ¿Bebe usted alcohol?

– “Alcohol no bebo, bebo vino.”

– ¿Y cuánto bebe por día?

– “Uno, uno y medio más o menos. Vasos no… botellas.

– ¿Qué come?

– “Comida, y después de comer hago la digestión y como mujeres”

“Yo no estaba para esas cosas como las maripositas y los dibujitos ¿viste?”, agrega Julio mientras se ríe.

“Mi esposa era divina”, recuerda con una mirada de melancolía. Cuando se casaron ella tenía 17, y él ya estaba atravesando sus 40 y pico. Se llamaba Raquel, y murió cuando la menor de sus siete hijos tenía 10 meses. En medio de los recuerdos, Julio cuenta que ella le dijo alguna vez: “Quiero tener un solo hijo con vos porque sé que me voy a morir joven”.

“Nací para la aventura, para la libertad, y llega un momento en que te arrepentís”, reflexiona Julio. Tuvo que dejar a su hijo mayor cuando tenía 2 años, al siguiente no lo vio nacer porque se fue del país cuando todavía estaba en la panza, otro está desaparecido por la época de los Militares, sólo sabe que está vivo. El cuarto hijo vive en Francia, y después siguen “las dos brasileritas” con sus nietos en San Pablo. Para culminar la lista, en el séptimo lugar, viene Raquel del Carmen, que hoy tiene 26 años y es con la que más relación tiene, ya que su esposa murió cuando ella tenía 10 meses, por lo que con ella cumplió el rol de madre y padre a la vez.

Volviendo al presente, Julio cuenta que está en un momento de decisiones. Tiene unas “tierritas” en el Mato Grosso de Brasil que todavía están vírgenes, y le gustaría irse. La hija no quiere que se vaya porque estaría solo… “Por un lado tiene razón, pero por otro lado no”, agrega Julio con una sonrisa cómplice.

En ese momento nos cuenta que en su brazo izquierdo tiene perdigones debajo de su piel que le quedaron después de un combate en un enfrentamiento. Ante nuestra cara de desconcierto se decide a arremangarse la camisa, y nos hace tocar unas esferas chiquitas en la zona de su antebrazo. Se las puede sacar si quiere, pero dice: “No me joden, son como un recuerdo”.

La charla se acerca a las reflexiones, Julio parece plantearse su presente, y dice: “Llega un momento en que sin querer lastimás a la gente”. Hoy tiene dos “relacionamientos” con dos mujeres que no se conocen entre sí, aunque una sí sabe de la existencia de la otra. “Y bueno, con los sentimientos uno siempre está expuesto sin importar la edad”, comenta, y agrega que tiene la sangre vasca que lo lleva a seguir para adelante a pesar de darse la cabeza contra la pared. “El viento es viejo, pero sigue soplando”, expresa para autodefinirse.

A Julio le gustaría volver a tener 25 años, pero responde que no es un deseo de cambiar sus decisiones del pasado, sino que le gustaría tener 50 años menos para seguir picoteando cultura. “Yo le digo picoteando, ¿viste?”, se explica. Es dueño de una curiosidad que lo llevó a armar un depósito de 300 metros cuadrados donde tiene archivos, grabaciones, documentos, fotos, videos.

En la zona cumple una función social: los chicos se le acercan a pedirle fascículos o fuentes de información para hacer trabajos, lo cual convierte a su puesto en una suerte de biblioteca pública. Me dice que si llego a necesitar algo para el Colegio, le puedo preguntar sin problema. Al ver mi cara de indignación que significaba que voy a la Facultad, contesta: “Bueno… Colegio, Facultad eso es todo lo mismo”. Y, al enterarse que Diego es fotógrafo le promete llevarlo a su depósito para mostrarle las fotos que tiene ahí. Cada vez que sacamos un tema se da vuelta, revuelve unos segundos y saca una revista que ilustre lo que estamos hablando, su kiosko parece ser una caja de sorpresas.

“Hay muchas personas que me hacen parte del entorno”, cuenta Julio en referencia a la gente de los edificios que rodean al kiosko. Dice que se le acercan a darle sopas, empanaditas, a charlar un rato… Su vida agitada le impidió armar vínculos estables con las personas lo cual lo convierte en alguien bastante desapegado, pero en relación a esta gente que se le acerca con cariño expresa: “Y bueno, yo me animo a eso…” y agrega “Yo nunca me imaginé terminar acá.”

Suena su celular pero con tal de seguir la charla no atiende. Al instante aparece otro cliente y no le queda más remedio que acercarse, para lo cual toma su bastón que le es indispensable para caminar ya que le quedó una pierna destruida después del accidente. Concreta la venta y retoma sus relatos y se decide por contarnos una anécdota que le sucedió en una planicie de Brasil donde residían aborígenes.

Julio se encontraba con un periodista del diario O Estado de Sao Paulo que estaba haciendo una investigación sobre el “cha de demian” que es una sustancia que beben los indígenas, a cuyas áreas no se podía entrar sin su consentimiento ya que en Brasil son zonas protegidas por el Gobierno. Mientras se acercaban al lugar, el periodista le dice que tiene la sensación de que los están siguiendo, a lo que Julio contesta: “Nos están siguiendo hace una hora pero no quería decirte nada para que no se te pusieran los pelos de punta”.

Ante sus ojos apareció un aborigen que, hablando en un dialecto portugués, señaló a Julio y lo hizo pasar, haciendo que el periodista se quedara afuera. Cuenta que al ingresar al área ve higiene, organización, y cómo las mujeres estaban revolviendo plantas en unas tinajas de barro. Preguntó porqué lo habían hecho pasar a él y no a los dos juntos, a lo que le contestaron que la curiosidad estaba en sus ojos y no en los del periodista.

Probó dos sorbos del “cha de demian” y mientras nos cuenta la experiencia se rasca la cabeza, busca palabras y no las encuentra para describir la sensación que tuvo al beber la sustancia: “Yo soy ateo, pero ahí estaba al lado de dios”, termina por traducir. Inmediatamente lo miro a Diego y le digo, “¿Vamos?”, a lo que Julio contesta: “Yo si voy de nuevo no vuelvo más para acá.”

De repente nos mira y se le ocurre preguntarnos si conocemos a Carlitos Castaneda. Ante mi negativa, no disimula su desconcierto con un pronunciado: “’¡¿No sabés quién es?!”. Comienza a hablarnos sobre un libro llamado “Las enseñanzas de Don Juan” escrito por ese autor, y Diego justo tenía anotado ese título en su teléfono, y le muestra orgulloso su hallazgo a nuestro entrevistado. “Yo le decía El Enano porque era bajito y barracudo”, expresa Julio que conocía a Castaneda y no entendía cómo hacía para estar con mujeres tan lindas, “Le conocí cada minita”, remata.

Poseedor de una curiosidad sin límites. Amante de la música. Rock, clásico, jazz y blues para ser más precisos. Vocabulario prodigioso. Inquieto. Antes de morirse quiere conocer los Fiordos Noruegos, y lo asegura con una convicción que se traduce en un puño cerrado que da golpecitos sobre la mesa. No es muy amante de los médicos: hace un par de años le diagnosticaron un tumor maligno en la vejiga, y después de operarse nunca más volvió a atenderse. “Por ahora no hay nada, para qué voy a ir ¿no?”, comenta satisfecho para justificarse.

“Esta no va a ser la última vez que nos veamos”, nos dice, y agrega: “La próxima vez el que va a hacer las preguntas soy yo, y los voy a llevar a lugares que nunca fueron”. Nos despedimos, doblamos en Santa Fe, y vamos directo al Ateneo para buscar “Las enseñanzas de Don Juan” y hojear aquel libro tan recomendado por nuestro nuevo amigo cuyo rostro prefiere mantener en secreto… al menos por el momento.


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